Adentrado en el valle, mi cuerpo fluye,
mi mente se adhiere, se añade al ambiente.
Se llena y vacía al ritmo del viento,
consigo se funde, se deja llevar,
nos hace llegar. Nos da la bienvenida.
La espesa vegetación a la orilla del camino,
lo cubre como protegiéndolo, mostrándole su verdadero sentido.
Es el mismo camino. Hace veinte años y es el mismo.
Es el árbol de tule, es la mañana sombreada,
las piedras lisas y las nochebuenas.
Es el valle vigilado desde la cima,
escarchado con la eterna nieve de sus volcanes,
el cielo rojo de cada invierno,
su enorme luna al terminar el mes de enero,
son las nubes que se ausentan al iniciar la primavera,
es la tierra que se confunde con los matorrales.
Es la brisa que se acostumbra, es la risa que se genera,
es la tradición, es la enseñanza, es la bonanza.
Son las miradas; es la cadencia y fluidez del tiempo en la ciudad,
es la costumbre y la faena, la manera y la secuela.
Es con cautela. Es uniforme, es rutinario.
Es el mismo valle, con suelos pisados, ya añejados.
Son suelos maduros, sobre los que se erigen los nuevos testigos.
Son ellos, los que todo lo observan, los que nos mienten a la hora de fingir,
los que nos dejan solos a la hora de huir.
Erguidos, llenos de asombro y desconcierto.
Confluidos con nosotros.
El vuelo de las aves, la fluctuación de palabras entre calles,
la inclusión de nombres y el olvido de la imagen.
El vaivén de reflexiones y parajes, un cúmulo de irregularidades,
que amortiguan la aridez del ambiente, un semblante.
Está lleno, hastiado y realizado.
Se mira al Oeste y nos lo recuerda; aún muerto y concuerda.
Esperando a los pies de su amada, que el Sol la devuelva,
que la leyenda realidad se hiciera; que volviera.
A los pies de ambos estamos, nos acostumbramos,
preferimos ignorarlos... y es que estamos enclaustrados,
desahuciados.
Cada templo lo confirma, cada letrero nos lo avisa;
y es que cada título excesivo se vuelve.
Me es imposible volver atrás, el tiempo aquí no existe,
aquí no fluye, sólo se vive.
¿Con inercia o injerencia?
¿Es la clave o el pasado que persiste?,
y es que aquí el presente no afluye,
es un futuro convexo, ya se sabe, sin nexos.
Y es que cada cien años, vuelven a nosotros,
arriban al valle; de entre balsas y carretas,
los quetzales emanan, nos cantan y amparan.
Bajo la luna nos observan, nos estudian y nos imitan,
son ellos quien nos conocen, los que al final del día
deciden llenar de nuevo el lago con yute y fango;
nos hundimos cada noche, volvemos al fondo,
donde cada palabra era recordada, cada historia era labrada
y admirada, donde el hombre era eso y luchaba por continuar siéndolo.
Éramos elegidos, por ello construíamos,
rodeados de dalias y jacarandas.