No encuentro palabras para describir esto que existe en mi pecho, la sensación de la nada, del silencio, del vacío. Y es que el sol ya calienta la tierra, ya lo cubren nubes pasajeras que tiñen el atardecer de rojo, ya de noche la luna compite contra las estrellas, ya de nuevo me encuentro escribiendo, de nada. De recuerdos, de olvidos, de experiencias que sólo serán contadas antes de dormir, al despertar y tal vez al momento de morir. No hay a quién contarlas, no hay por qué contarlas, siempre existirá la duda. Para ese momento las dalias ya habrán brotado y este hombre dejará la pluma para tomar las dalias y amarlas.
20/3/14
17/3/14
Aún son las 11
La pared está sucia. Siento la mugre entre los azulejos, cuadrados, puedo adivinar el color, lisos no de fábrica, lisos por gente que los siente, que medita con ellos, que los alisa. Alzo la vista. El tumulto deja divisar las letras doradas, letras doradas que resaltan un nombre. Un nombre de la vida nacional de los años sesentas; sin duda aún no existía, mis padres tampoco. 1970. Espero. Cuántas veces he visto esa placa. Una vez más la leo, la observo, intento imaginar cuando ésta fue revelada. El tren llega, la gente corre como atraída hacia él, como si los llamaran. Se lleva a cabo el intercambio de pasajeros. El silbato, gritos también. Miradas de prisa, un reloj que siempre marca las 11, la gente sospecha, se acumula, el sonido... El tren una vez más retoma su curso. Miro a la gente que con tanta ansiedad deseaban liberarse, ahora bajan y como si inyectados con algo, recobran la calma, miro sus ojos, miran los míos, caminan, no miran. Gente. Jóvenes que se dirigen a su escuela o que huyen de ella, amas de casa, personas de oficio y profesión, gente que no para de caminar. Miro el reloj, aún son las 11. Sigo tocando los azulejos, son anaranjados.
Estoy cansado de esperar, al parecer ya no llegará. Es cierto, ahora ya no sé a donde ir, tanta gente me ha hecho dudar si está bien el irme o seguir esperando, y es que hay otras dos personas recargadas en la misma pared, una de ellas ya estaba cuando llegué. Aún no se han ido. Hecho otro vistazo. Otro de los trenes está llegando, seguro vendrá en ese, pienso. Intento hallar sus ojos, una mirada directo a la mía, algo que me dijera que se aproximaba. La segunda ola se disipa como si estuviera en la playa, se escabulle entre todo el pasillo, se cuela como entre la arena, se esconden entre los azulejos, ahora anaranjados.
Continúo en el dilema, no sé qué tan tarde es, no sé qué tanto he estado recargado en esta pared. Decido despegarme un poco, sólo para corroborar que aún sigo esperando. Lo estoy. Miro a ambos lados, al reloj, al gran pasillo. Los ventiladores al fondo encendidos me recuerdan que comienza a hacer un poco de calor, el suéter ya está guardado en la mochila junto con todo lo demás. Allá a lo lejos, mientras mis piernas recobran esa movilidad por momentos sustraída, se aproxima un joven con mucha prisa, con la mirada clavada al piso, sin perder el paso, sin titubear da la vuelta en la esquina, un niño en brazos se roba mi atención. El niño mira al suelo al igual que su padre, el niño da la vuelta, al igual que su padre. Toco de nuevo la pared, aún sigue ahí, me entrego a ella.
No comprendo por qué no llega, y eso que aún son las 11, ya han pasado otros dos trenes y todos vacíos de esa mirada. La gente viene y va, la angustia no cesa, se la llevan y la placa negra con vivos dorados la recuerda. Intento tranquilizarme, hallar una razón, una escusa, algo que me haga cambiar de opinión cualquiera que sea, algo que me diga qué hacer, qué decir, qué mirar: nada me mira. Bajo la mirada y se clava en el piso.
Seco mi sudor, intentando mirar la hora en el reloj no existente de mi muñeca. Repaso lo acontecido, sin embargo no termino por convencerme; al parecer, tampoco al otro tren que viene llegando. Ya no miraré, tal vez así sea más fácil. Dejo clavada mi mirada en el piso mientras ahora escucho. Sé que siguen igualmente recargados, no se mueven, sin embargo no miran el suelo, los podría ver si lo hicieran. Tampoco creo que estén escuchando, o quién sabe, yo no escucho nada. Pasan todos y ninguno se detuvo, a excepción de alguien por allá que intenta recargarse en la pared del otro lado, debajo del ventilador que no funciona. Ya estoy mirando, la arena, el agua desaparecida.
No termino por confiar en el nuevo personaje, se ve un tanto desconfiado. ¿Por qué debajo del ventilador? Cruza los brazos, mira al suelo, al pasillo, al nuevo tren. No comprendo, y lo peor es que no dejo de sudar y ahora tengo sed. Aquí en los pasillos no hay quien venda agua, a decir verdad tampoco dentro de los vagones los hay. ¿Un disco me podrá quitar la sed?, no creo.
Se está haciendo tarde, lo sé por la frecuencia con la que pasan los trenes, aparte de que la afluencia de pasajeros cada vez es menor. No termino por comprender por qué sigo esperando; y menos comprendo por qué el recién llegado y los otros siguen pasmados, mirando y como que esperando. ¿A quién esperarán?
Creo es suficiente. Nadie puede esperar tanto. Ni siquiera los otros tres que ahora nos miramos. Será mejor que me vaya, no quiero levantar falsas sospechas. El calor es suficiente, la sed, los cuadritos anaranjados, los ventiladores, los trenes y el silbato, el pasillo y la mirada que ya no importa.
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