19/8/11

Solíamos soñar

Es una noche custodiada por guardianes, celadores de sueños. 
Guardianes del reflejo de las estrellas; extintas hace años. Su perdida luz es la que observamos.
Una noche espesa, difícil de respirar, complicada de asimilar. 
Nos miramos a los ojos, vemos nada. Comenzamos de nuevo, los miramos bajar.
Es difícil volver a empezar, un arduo labor. Cerramos los ojos.
La luz hace ver tu rostro pálido, casi translúcido, perdido en la noche.
Su rostro se dibuja en el tuyo: mejillas, labios, barbilla, los hermosos ojos.
Están junto a nosotros, tú no los ves, pero están más cerca que nunca.
Los destellos perdidos de su cometido se diluyen en tu cabello, lo alborotan, cual hoja en otoño.
Continúas sentada, inmóvil, vencida, derrotada por la noche, ausente y vacía.
Me levanto, tomo tus manos y te cuento cuánto te amo.
Lo intento.
Sonríes, te incas, llevas tus manos a las rodillas y te dejas caer.
Continúas cayendo...
Empiezo a tener miedo, desconozco qué tanto caerás. Ellos me llevarán.
Los miro -en señal de ayuda-, ellos, sin rostro, contestan con un silencio que lo hacía todo temblar.
Intento alcanzarte, tenerle, abrazarte...
Sigues cayendo, los brazos tendidos al aire pugnan, seducen al hombre que de lejos los ve bailar.
El hombre se siente poco, nada.
La incertidumbre que yace ante él... 
La mujer al valle arrastrada, por la noche, cegada.
Un esbozo de noche, un mar atrapado entre sus mismas olas.

"He oído más de lo que he visto.
He escrito más de lo que he vivido.
He sufrido más de lo que en verdad he tenido.
He fingido más de lo que he sido.
He sido más de lo que tus ojos han visto"

Así fue como el mar la arrancó de mis brazos, la llevo consigo, apartándola de mi lado, llevándose la mitad que prometí entregar, la otra mitad que estuve dispuesto a ganar.
Ahora, siempre buscando su rostro, miro la luna; me pregunto qué tan lejos quedó el amor que una vez formó parte de mi efigie, esa imagen que perduraba por días en los sueños que tenían lugar debajo del árbol, en medio del mar; ambos, juntos, rodeados por luz.
Espero el momento, empiezo mi sueño. Inerme.

8/8/11

Aquel que nos enseñó a vivir

Sol. Esta vez te escribo sólo a ti. Tú todo lo has visto, todo lo conoces. Nada se te puede ocultar, nada se te puede contar. Eres inamovible, eres seguro, eres brillante, eres mi Sol. Desde el principio has estado ahí, alto, confidente de ti mismo, observando a tus hijos. Desde aquel tormenta en la que viste erguir aquella piedra en honor a ti, en medio del gran lago, todo entunado, todo siempre tan hostil. 
Pequeños siervos esperando tu llegada, tu retorno entre los nuestros, a que nuestro Sol regresara con sus pequeñas estrellas, a que volvieras a mí. Una gran marea azotaba contra el lago, destrozaba todo a su paso, era el hombre en busca de reconciliación. Miradas con miedo entre su gente, el gran tlatoani dirigía a su gente, era él, el mismo de la leyenda, el que bajó de entre lo dioses, el mismo que guió a la eternidad a su otro rebaño. Un colibrí se posó sobre su hombro, desgarró su piel con sus tiernas garras, hizo brotar sangre del gran tlatoani. La multitud alborotada intentó apedrearlo. El gran tlatoani dejó caer una lágrima. El pueblo calló.
Tú, Sol, los consolaste, le diste un sentido a esa lágrima, a ese colibrí, a esa llamarada de silencio que incineraba la cordura de cada individuo. Tú, Sol, nos diste un sentido, nos diste una vida, nos bañaste con tu sabiduría y serenidad; fuiste nosotros en ese momento.
La gente te veneró por muchos años, por siglos, generaciones enteras dedicadas a entender esa reacción por parte tuya. Un día, la gente olvidó. La gente comenzó a ser tan banal como las cosas que en ese valle brotaban, como aquellas flores que del nopal aveces manaban. 
Nos dejamos caer, nos vimos derrotados por primera vez; y no por ignorancia, no por negligencia. Falta de fe.
Una fe que se adquirió con el hecho de haber llegado, de haber partido, de haber comido y repetido, la fe con la que caminas, con la que miras y criticas, la fe que escuchas y palpas al ingresar a un recinto. La fe que se ve en tus ojos, los ojos que alguna vez tuvimos todos. Los luceros dentro de tu haz.
Hasta hoy te volví a encontrar, después de tantos siglos, de tantos ríos, de tantos delirios. Vidas enteras sin siquiera mirarte. No me arrepiento, lo acepto, me hiciste apreciarte. A disfrutar cada gota que derramas sobre nosotros, cada exhalación que cubre mi mente, cada ola que destroza mis rodillas y las une al partir, cada silbido que retumba en mis oídos al cundir, una simple sonrisa entre personas térreas, un ligero roce al plañir sin sucumbir.

Una mirada al Sol, te hace ver, que nunca estarás tan solo, como aquel gran señor que nos enseñó a vivir.