Sol. Esta vez te escribo sólo a ti. Tú todo lo has visto, todo lo conoces. Nada se te puede ocultar, nada se te puede contar. Eres inamovible, eres seguro, eres brillante, eres mi Sol. Desde el principio has estado ahí, alto, confidente de ti mismo, observando a tus hijos. Desde aquel tormenta en la que viste erguir aquella piedra en honor a ti, en medio del gran lago, todo entunado, todo siempre tan hostil.
Pequeños siervos esperando tu llegada, tu retorno entre los nuestros, a que nuestro Sol regresara con sus pequeñas estrellas, a que volvieras a mí. Una gran marea azotaba contra el lago, destrozaba todo a su paso, era el hombre en busca de reconciliación. Miradas con miedo entre su gente, el gran tlatoani dirigía a su gente, era él, el mismo de la leyenda, el que bajó de entre lo dioses, el mismo que guió a la eternidad a su otro rebaño. Un colibrí se posó sobre su hombro, desgarró su piel con sus tiernas garras, hizo brotar sangre del gran tlatoani. La multitud alborotada intentó apedrearlo. El gran tlatoani dejó caer una lágrima. El pueblo calló.
Tú, Sol, los consolaste, le diste un sentido a esa lágrima, a ese colibrí, a esa llamarada de silencio que incineraba la cordura de cada individuo. Tú, Sol, nos diste un sentido, nos diste una vida, nos bañaste con tu sabiduría y serenidad; fuiste nosotros en ese momento.
La gente te veneró por muchos años, por siglos, generaciones enteras dedicadas a entender esa reacción por parte tuya. Un día, la gente olvidó. La gente comenzó a ser tan banal como las cosas que en ese valle brotaban, como aquellas flores que del nopal aveces manaban.
Nos dejamos caer, nos vimos derrotados por primera vez; y no por ignorancia, no por negligencia. Falta de fe.
Una fe que se adquirió con el hecho de haber llegado, de haber partido, de haber comido y repetido, la fe con la que caminas, con la que miras y criticas, la fe que escuchas y palpas al ingresar a un recinto. La fe que se ve en tus ojos, los ojos que alguna vez tuvimos todos. Los luceros dentro de tu haz.
Hasta hoy te volví a encontrar, después de tantos siglos, de tantos ríos, de tantos delirios. Vidas enteras sin siquiera mirarte. No me arrepiento, lo acepto, me hiciste apreciarte. A disfrutar cada gota que derramas sobre nosotros, cada exhalación que cubre mi mente, cada ola que destroza mis rodillas y las une al partir, cada silbido que retumba en mis oídos al cundir, una simple sonrisa entre personas térreas, un ligero roce al plañir sin sucumbir.
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