Ciudad caótica, Ciudad de México, ciudad mía.
Ciudad que llena y vacía,
ciudad que nace, crece y se enfría,
es ella, la que me mira,
me seduce, me deja y finge haber sido mía.
Con ella crecí, desde que fuimos un lago,
hasta lo que somos actualmente,
llenos de gente, de mentes dementes,
de aspiraciones estancadas a cada paso;
con un sin fin de rostros y ambigüedades,
de personas que flaquean a cada rato,
es cierto, no somos otredades,
mucho menos composiciones,
pero algo es cierto, ambos estamos llenos de fango.
Al instante en que te vi llegar supe que nos llevaríamos bien,
que confluiríamos como las espinas a un rosal,
supe que ambos permaneceríamos ligados, juntos hasta el final.
No confiaba en ti, sin embargo, tu mirada me delató,
logró adentrarme y reflejar lo que en mis cimientos se escondía, algo filial.
Supiste la estirpe que escondía bajo mis calles, antes calzadas,
reconociste los templos que ahora hundidos en el concreto yacen,
miraste por primera vez los corazones que solían rodar por las escalinatas,
percibiste lo que emanaban las flores justo antes de ser cortadas,
llegaste al centro, donde todo inicia, donde todo de turquesa se baña.
Escondido estabas, lo noté, sufriste los estragos que pocos hombres merecen,
que hasta los mismos hombres del cielo no prevalecen.
Era tarde y un número buscaba, no lograba que aparecieras,
que me dijeras qué tanto, que fingieras, siquiera,
tu indiferencia los enfureció, los llenó de odio y a ambos nos llevó
al mismo entierro del que tanto los hombres presumen.
Solos quedamos, aislados de toda realidad,
excavando cada doce años para encontrarnos,
hallarnos de nuevo, citarnos, de menos mirarnos,
y es que un trago de inocencia es lo que deseamos,
embriagarnos un tanto, borrarnos. Desembocar, presencia.
Y déjame decirte que no me canso, en verdad no lo hago,
de mirar el sol cada día 21, a esperar la lluvia,
de preguntarme hasta dónde llegaba el lago;
y es que es cierto, no lo recuerdo, esta memoria mía,
qué daría por tenerte más veces, aunque sea encerrada,
cautiva en otro apartado, en otro capítulo de esta vida,
a la que también llamaste mía. No obstante, aún no fraguo
con girar, virar al otro llamado, al del sol del Este,
al del sol que con tantas ansias deseabas impresionar;
y es que así fue, sólo deseabas mas nunca llegabas.
No es un reclamo, no podría, es más que eso, es un llamado,
a que al fin con este Invierno pueda tenerte.
Espero no hables en serio, te lo ruego,
no llames a lo inconfundible, a lo que no es plausible,
deja que emerja de nuevo, que de este momento
podamos salir como flores brotando sobre el concreto;
no confundas, sólo somos eso: Quetzales, Cenzontles.
Al fin y al cabo seres propios de la misma luna,
llegados con el afán de plasmar el fin desde una única cuna,
la del tezontle, la del inexorable contraste.
Y es la cara de tu gente, el barroco de tus templos,
el inevitable tráfico de tus avenidas,
la ilusión perdida a base de mentiras,
la cohesión que existe entre la traición y la tradición;
inexplicables razones por las que me hacen desearte,
suficientes excusas para odiarte y terminar por amarte.