20/6/14

Ciudad de un hombre

Esboza el horizonte, mira hacia las fronteras del valle. Nota lo irregular del relieve, hazlo narrar. Confunde las casas aledañas, intenta ver más allá del último cerro. Descubre la ciudad perdida, la futurista, la que aún no está lista. Cuenta los parches verdes, distínguelos de los últimos. Nombra cada una de sus calles, bifurca sus avenidas, fragmenta sus plazas. Llama a cada uno de sus caídos, distingue y enaltece cada uno de sus palacios. Extirpa toda memoria de su centro, toda vivencia de sus alrededores.

Pregunta y piensa a los 32 tlatoanis que alguna vez mantuvieron el lago. Confiérele tus amoríos a las 47 estrellas que resguardaron el firmamento. Nota el reflejo que la ciudad causa en el cielo, la manera en que lo priva de su propia identidad, de su propia luz. Distingue los celos de la luna propia del valle hacia las otras lunas, enferma, llena cada una de las noches transcurridas, translúcidas. Escucha a la ciudad perdida, identifícate y niégate, como ella lo ha hecho con nosotros por más de 500 años. Niégala, porque es la única manera de trascender, dale la espalda a los años, dale la espalda a lo único que ella tiene por el hecho de existir. Dale la espalda, dale tu vida y llénala toda.  Cara de todo, llena de lodos, no de todos. Ente insatisfecho que añora hasta la fecha, hasta un nombre o ¿Acaso un hombre? Espacio. Esperanza que nace a cada mañana, con los ojos fijos hacia el último rayo de nuestro sol, esperanza que llena cada corazón y cada mente; es el deseo por volver a ser inundada con el fin de volver a ser fundada. Lo pide a gritos, sacude su velo, lo lleva al cielo. El valle resguarda el secreto, aquel que sólo él podrá revelar a su regreso.



7/6/14

Camino

El último respiro: el que hace recordar.

Estaba oscuro, al parecer el día al fin se disponía a terminar. Aún hay que llegar a casa, el viento es fuerte, probablemente empiece a llover. Espero. El mismo camión, ¿por dónde se irá? Lo desconozco. Subamos, qué importa por donde nos lleve, siempre terminan llegando al mismo lugar. 

Es curioso, casi todo el camión está lleno de hombres. Sombreros, ancianos con las manos agrietadas por el trabajo y la edad, costales llenos de algo; oficinistas, portafolios, No quiero dormir, eso implica mucho, incluso tiempo; sin tomar en cuenta que la música que envuelve el lugar no lo permitiría, del mismo modo que la manera tan peculiar de manejar.

Llegamos, todos. La mayoría baja donde yo. Subir el puente, caminar, esquivar golpes de gente apurada, respirar ese peculiar olor a smog combinado con destellos de tantos alimentos preparados en el momento: es el fin de la ciudad. Me detengo justo en medio del puente. Miro hacia el cerro coronado con esas ocho antenas. Lo observo, miro la marea que ya casi lo envuelve por completo, miro el río que pasa justo a un lado y que llega hasta debajo de mí y continúa. Cierro los ojos, intento imaginar y a la vez recordar. Sigo mi camino: hay que atravesar la ciudad.

Tres pesos. No son conmemorativos, esta vez será sólo uno. Miles de personas caminan junto a mí pero en dirección contraria, van a donde no conozco, donde dicen que se ve todo desde arriba, donde en verdad comienza todo. 

No me quiero recostar, sé que si lo hago no tardaré en dormirme, aunque con todas estas preocupaciones lo dudo. Los vagones, aún vacíos. No tardarán en llenarse. "Transbordar y luchar" -casi parece cierto. La misma gente, es imposible recordar todos estos rostros, sé que todos ellos me conocen y yo los conozco. Es curioso voltear, mirar a los ojos, fingir despreocupación y mirar el suelo, sin despegar la mirada de aquellos ojos, los que sean, del vendedor de discos, de los pequeños niños con papelillos de colores, del vendedor de chicles, del señor con sombrero, de la señora con tres hijos que no encuentra lugar, es difícil no voltear. Pareciera que a un lado del anuncio del gobierno de la capital existiera un letrero que advirtiera: "Teme y desconfía de todo aquel que se atreviere a mirar". Parece un juego. No hay nada que observar, conoces toda la publicidad, conoces cada estación, el orden de las mismas, conoces el color del suelo y lo curioso que funcionan las ventanas; no hay nada más que observar. Los conoces a todos.

Es tiempo de transbordar, al fin podrás respirar, aunque sea ese aire húmedo que nunca deja de salir de esos ventiladores gigantes, aquellos que desplazan consigo el olor a pizzas y tortas que custodian todo el gran pasillo. Bajas aún más, ya conoces dónde pararte, dónde se abrirán las puertas para al final encontrar las tan deseadas escaleras para poder escapar. Llega un tren, lo sabes porque el policía lo anticipa con gritos y silbidos que se vuelven automáticos. Este tren viene mucho más lleno: bajan: subes. Buena parte de la gente que abordó contigo los viste en el otro tren. No los ves, no te ven. Todos lo entienden.

Desearías dormir. Sí, desearías. Pero estás parado, como casi las cien personas que miran hacia la misma ventana, miran los mismos anuncios, los que cambian cada dos semanas -en verdad lo sabes, ellos también-; miran a los demás que no lograron entrar o a aquellos que sólo aguardan; todos ellos se van difuminando, alargándose, hasta convertirse en colores, aquellos que invaden las ventanas con el fin de evidenciar que el tren se encuentra en movimiento. También escuchan. Escucharon lo mismo, las puertas cerrarse, el silencio que es el preámbulo a un sonido que simula que los frenos del tren se han desbloqueado, seguido del ligero, pero sin duda dramático, movimiento de arranque -sí, también se escucha-. El entrar al túnel, contar las luces: blanca, blanca, blanca, morada, parpadean, blanca, 32... "Tururú: Próxima estación..." Sí, se llegó a escuchar en coro. El tren se comienza a detener, el viento entra y se lleva. Recuerdas el otro tren, aquí no hace tanto calor a pesar que hay más del doble de personas pensando lo mismo. Aún falta mucho para llegar.