Parece un ayer.
Comencé a preguntarme. Me cuestioné dónde habrías de estar. Qué solución encontraríamos a este gran mal. Llegar, estar y después zarpar. ¿Qué remedio a este mal lograremos encontrar?
Nuestra última cena antes del viaje. Al terminar, nuestra última visita al viejo; solo, como siempre. Llegamos, él, en la misma silla, viéndonos por la ventana llegar. Sonrió. Caminamos hasta la puerta, en el ambiente resonaba las mismas palabras de la última vez... La mirada de ambos se encontró; la de él un tanto disminuida, como queriendo replicar de algo y la tuya... sólo era eso, tu mirada.
Nos invitó a pasar. La alcoba tenía ese característico olor, el de las veces pasadas, a café, y ahora veo porque. Esta vez, no quería escuchar de qué discutirían, quería irme con una buena imagen del viejo. Salí a fumar un cigarrillo.
Miré al cielo. La luna lucía hermosa: gigante, llena de vida, incluso opacaba a la gran ciudad. Los grandes árboles del parque de enfrente la rodeaban, no se atrevían a interponerse entre ella y yo. Nos miramos.
No sé cuánto tiempo estuvimos ahí. El fuerte golpe de la puerta me despojó de mi. Subimos al auto, me miro y las lágrimas comenzaron a brotar. Esto no era nuevo, la mayoría de las veces ocurre, pero, esta vez, no pensaba hacer lo de siempre; consolar, llenar de falsas esperanzas. Opté por continuar; la miré y encendí el auto. Avanzamos.
Inmediatamente ella supo de qué se trataba: sería la última vez, la última oportunidad, probablemente sería ya el fin. Comenzó a susurrar algo, que por los sonidos puros de la noche no logré escuchar, dejó de mirarme, cerró los ojos y se recargó en el cristal. La luna la miraba, lo noté.
Doblamos en la última esquina, Bulevar No. 2, habíamos llegado.
Aún tenía los ojos cerrados, su respiración era tan fuerte -mas no rápida-, no lograba despertarla, no sabía cómo. Intentaré hablarle, o tal vez moverla. ¿Qué hago? Podría dejarla aquí y cuando me vaya despertarla. Pero hace frío, podría enfermarse, culparme y así no olvidarme. ¿Qué haría ella en estos casos?
Salí a fumar un cigarrillo. Esperaba verla de nuevo, ya que en esta parte de la ciudad es un poco más difícil, hay más edificios y una neblina muy densa. Esperaré cinco minutos más a ver si hace su aparición.
Entraré por un abrigo, el toldo y los vidrios del auto empiezan a presentar esa escarcha característica de la madrugada. Al aproximarme a la puerta, descubrí que la chapa había sido forzada, las luces continuaban prendidas y mi lámpara favorita yacía rota en el piso. Alguien había estado aquí sin mi consentimiento. Inmediatamente me apresuré a mi recámara. Entré, la caja fuerte ya no estaba, los libros sobre mi cama y Ulises (mi perro) mirando por la ventana.
Contrario a lo que otro haría, me pregunté qué miraba Ulises. Abrí la ventana y la observé. Ambos mirábamos a nuestra luna.
La contemplamos y conversamos por varios minutos hasta que el cigarrillo en mi mano se consumió. La neblina era ya tan densa que, cuando recordé que ella continuaba en el auto, me impidió ver si aún descansaba sobre el asiento. Tomé el abrigo y bajé por ella.
Abrí la puerta, la tomé entre mis brazos y la llevé a la sala. La recosté sobre el sillón rojo, aquel sobre el que dormía cuando llegábamos a tener una riña. No se movía, sin embargo su respiración continuaba igual, tan fuerte, tan profunda, tan cercana y nuestra. Recordé.
Un ayer.
Ulises no había comido. Nos dirigimos a la cocina e intenté explicarle lo que ocurría; él ya sabía. Me sentí apenado durante un instante, preferí no mirarlo. Su traste lleno ahora estaba y yo, sentado mirando como la dama recostada en la sala estaba. No pensaba, no escuchaba, tan sólo recordaba.
Intentaba imaginar cómo habría sido si tan sólo hubiera vivido.
Ulises había terminado y ahora, enfrente de la chimenea pensaba echarse. Cogí su plato y lo lavé. Pensé en prepararme un poco de café, pero ya era algo tarde para encender la cafetera, aparte, me inquietaba más el asunto de ella en la sala que el hecho de saciar mi capricho por algo amargo. En otra ocasión habría leído un poco, algo clásico para olvidarse un poco de este embrollo un tanto cotidiano. Pero lo cotidiano había dejado de ser común, lo habitual pasaba a ser terminal.
¿Un cigarrillo? La cajetilla ya estaba vacía.
Miré por la ventana, ella no estaba, el sol comenzaba a salir por detrás de esos viejos edificios; las aves comenzaban a aturdir la virginidad de la noche; los árboles comenzaban a mecerse al ritmo del viento diligente; los cristales comenzaban a desempañarse al ritmo de un poema mal recitado; era la mañana que irrumpía en el santuario que habíamos construido con nuestro silencio, era ella la que me arrancaría de su sueño, era ella quien me obligaría a partir, era ella quien sin más remedio me enseño a huir.
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