Ni siquiera los dioses gozan de templanza; la verdadera estela espera, no se deja ver, sin embargo, existe entre risas antónimas, llenas de ira y mentira. Nos llenan. Extrañamos la verdad perfecta, el paraíso bíblico, el Aztlán azteca, el Olimpo griego, el vientre materno. Incoherencias rústicas, costumbres lánguidas del hogar mexicano. Estallamos. Observamos y deseamos: una realidad alterna, una conjunción de los sentidos, una vocación de años, un sin fin de estrellas, un rostro ecuánime, lleno de vida y sabiduría; un árbol trepidante. Caricias a un rostro puro, lleno de nieve, esculpido por lágrimas, contrastado por el color profundo de esos hermosos ojos, fervientes labios... Deseamos tanto. Allanamos la esperanza, la vaciamos y la consumimos, la utilizamos, como a cualquier flor: la prostituimos. Esperamos a que se desvanezca para negarla, para decir que nunca existió. Para extrañarla. Es cuestión de tiempo para que el motivo se convierta en causa, y la causa en escusa. Es cuestión de tiempo para que el hombre peque, para que el dios se vuelva hombre, para que el pecador se vuelva santo, para que la lluvia se vuelva llanto, y para que el llanto mismo cobre rostro y se vuelva santo.
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