16/7/12

Agave

Cuando el agave es del mismo color que los cerros que han quedado atrás, se sabe que se está próximo a llegar. El aire tiene otro aroma, uno de libertad y costumbres, un aire nuevo pero fornido. El sol obliga a que frunzas el ceño, como cuando se intenta ver más de lejos; del mismo modo va bañando toda la tierra que poco a poco va tornándose rojiza, muy parecida a la arcilla. Se puede observar a las orillas pequeñas acumulaciones de agua, simulando hermosos lagos, más como presas. La diversidad de alturas, el sube y baja de la carretera, así como los hermosos paisajes que sin duda hacen recordar escenas nunca escritas de la Guerra Cristera; se alcanzan a oír casi en su totalidad los gritos de aquella época, casi se puede aún respirar la pólvora recién quemada, ver aquellas familias enteras deambulando por todo el campo, como esperando a ser retratadas.

La brisa que desde saliendo del valle se hace notar, las nubes bajas acariciando cada rincón de los montes que se van encontrando, la ráfaga de gotas que distraídas se encuentran con el parabrisas, las líneas intermitentes y a veces continuas en la carretera; los eternos nopales que en todo el territorio se les encuentra: siempre salvajes, siempre tan grandes, siempre presentes.

Los ranchos empiezan a aparecer: desvariados, sin un semblante propio, extinguidos en sí. El espejo inmenso aparece justo a un costado, refleja de una forma tan interesante la tarde que sin duda es un gusto recordar, las aves nos sobre vuelan, nos llenan de su gracia y nos contagian de su ilusión. 

Los sombreros comienzan a ser más comunes, las coas y cuñas son cada vez más indispensables en el paisaje; cada vez son menos los árboles que se observan al pie del camino. Un río, dos ríos, que corren hiriendo al camino, atravesándolo. Humaredas a lo lejos, es verano, no es tiempo de la quema, son ladrillos o es basura... Letreros verdes a lo alto comienzan a opacar el azul brillante del cielo. 

A los pocos pensamientos, comienzan a aparecer las casas, el letrero de bienvenida y el inconfundible restaurante con nombre de santo que desde ya décadas nos ha alimentado y ha sido refugio en días de fiesta. Sin duda es el mismo. Regresar después de años me trae una sensación que hace erizarme la piel, un sin fin de recuerdos que sólo con la lluvia hace que se desvanezcan, por lo menos, en momentos. 

Nos detenemos a cargar combustible. Es extraño, creo que es miedo lo que siento. Miro hacia el pueblo: hacia donde empieza y continúa, hacia donde me mira e inspira, y hacia donde me tienta y me resguarda. Está lleno, retiro la toma y la pongo en su lugar, el joven encargado pide disculpas, no les encontré sentido. Sonrío y subo, saco algunas monedas que descansaban sobre la palanca del piso y se las entrego; antes de soltarlas pregunto por su domicilio, dándole el apellido; el joven contestó de la misma manera que contesté a su disculpa. Todos en el auto se extrañaron. Ni una pregunta ni una mirada. 

No recordaba bien el camino, si bien el pueblo es chico, para mí, todas las calles lucían igual. Teníamos que llegar a la plaza, una vez ahí, encontraríamos la manera de llegar con la familia. Preguntamos casi al instante: todo derecho, ahi en el árbol a su derecha, y ahi sí que todo derecho. Entramos por la calle de un solo sentido, del lado izquierdo la plaza y enfrente nuestro, la iglesia: tan diferente a las de la capital, tan marrón, tan bien tallada, lisa, con su torre incompleta; el kiosco, remodelado hace algunos años, igual, pero con menos palomas; giramos a la derecha, justo antes del mercado. 

La calle... un nuevo estacionamiento, sin mencionar la tienda de regalos y la estética; me sorprendió, aún se conservan los azulejos sobre las banquetas; la casa que anteriormente era la más elegante, ahora sola, rezagada ante las premuras del tiempo. Nos estacionamos justo al frente de donde solíamos pasar las tardes juntos, platicando sobre diferencias, sobre diferencias que en ese momento rodeaban nuestras vidas, de un futuro que de pequeños nunca divisamos juntos; de las incongruencias del viaje y lo bello que era ver llover por las tardes desde el balcón.

Solíamos ir por una nieve, perdón, por una de las paletas de vainilla rellenas de cajeta, de las que sólo vendía el señor en su carrito con la leyenda "ricas y delisiosas paletas"; justo al frente de donde se vendían (y se venden) sombreros, botas y hebillas. Por cierto, nunca compré uno, creo esta vez lo haré: muchas cosas han cambiado desde que me fui.

Dejé las maletas de todos en la alcoba, la de arriba, la que tiene el balcón que da a la calle. Ingresé solo, cuando entré estaba vacía, lo podría asegurar. Me recosté un momento en la cama, las sábanas estaban frías, perfectas para un día como hoy. No pude resistirlo y desesperado aspiré hondo cerca de la almohada con la triste ilusión que su aroma aún estuviera ahí, esperando a ser recogido por mí para ser transformado en la última escena, la más duradera y la más perfecta de todas las que inundan mi mente. No fue así, humedad y polvo lo único que pude recoger de ahí. Creí conveniente levantarme de ahí, salir a respirar aire fresco, aire nuevo. El balcón estaba cerrado.

Bajé para terminar de saludar y para comenzar a presentar. Era la primera vez en diez años que me sentía ajeno a esta posición. Los niños querían conocer la plaza; yo tenía hambre, un pretexto perfecto para continuar con esta ilusión. Caminamos por toda la calle hasta llegar a un costado de la iglesia, justo ahí un señor vendía guasanas. La única botana que nunca soporté, su olor, su textura... Se trataban de garbanzos aún verdes, los cuales se hervían y se servían con salsa al gusto. Ni siquiera hice por convencer a los niños que los probaran. 

Cruzamos la plaza, la cual aún continuaba rodeada de árboles y bancas debajo de estos. Toda custodiada por los hombres del sombrero y bastón, de mirada penetrante y retadora, del aroma a tequila y del trabajo duro. Una que otra colilla en el suelo mostrando que la plaza continuaba viva. 

Jóvenes del nuevo bigote y las viejas botas, de la misma mirada de los hombres del sombrero pero sin esa compasión o amabilidad que los traicionaba casi al instante; música alta en camionetas con llantas grandes, llenas de lodo, de barro; era música de desamor o de lujos, de excesos y falsas vidas, era música alta. El viejo estudio continuaba abierto, a pesar de todas las advertencias que supuestamente había dado el dueño, la paletería con sandwiches de nieve de vainilla seguía endulzando la llegada a nuevos visitantes, continuaba recordándome aquellas tardes. Las tardes en las que desde temprano formados estábamos, esperando a que terminaran de preparar el agua, del sabor que fuera, pero siempre estaba la fila. Platicamos, nos miramos, cada quien paga su agua y cuando la situación no es muy buena, una para los dos no nos molesta. 

Salimos, cruzamos la calle y nos sentamos, platicamos hasta que la lluvia nos corra o la señora llegue y se la lleve. No quisieron nieve, mucho menos agua. Se aburrieron a los pocos minutos, el sol seguía en su punto más alto, las campanas llamaron a misa, querían regresar a la casa. Como era de suponerse, ellas ya se dirigían para acá, por lo que nos vimos obligados a regresar con ellas a la iglesia. 

Era otro padre, ya no estaba aquel padre joven que no dejaba pasar la oportunidad para regañar a cuanto creyente se le pusiera enfrente, ahora daba la misa uno viejo, lleno de canas, con la sotana que le arrastraba, con una mirada siempre caída, como vigilando que ningún demonio fuera a tomarlo de los pies; sotana blanca con el paño morado, micrófono colgando del cuello, rodeado de los mismos cinco monaguillos.

La asistencia a la cita era la misma: gente sentada, gente parada, gente afuera, gente viendo; señoritas, como siempre, con hijos que apenas menores a la mitad de su edad; ancianas rodeadas de nietos, todos con ojos verdes y piel morena, al igual que ella; uno que otro hombre, con sombrero entre las manos, recargados en la pared, como deteniendo el templo ante cualquier desastre; un coro de infantes llorando, pidiendo a gritos ser sustituídos. La misa finalizó: la bendición cayó sobre todos nosotros.

Al salir, el sol ya sólo bañaba un costado de la plaza, tentaba a la multitud a ser congruentes con lo dicho hace pocos instantes; cada quien tomó su rumbo y sin vacilar las parejas se tomaron de la mano y caminaron juntos, hacia donde el sol se ponía. Nosotros, en cambio, como familia, nos sentamos cerca de la otra esquina, opuesta a la esquina que conducía a la casa; el globero pasaba y creí conveniente comprar uno para los niños, mala idea ya que les divirtió más perseguir a las palomas, hecho que sin duda resultaba extraño para los propios del pueblo.

Comenzó a caer una ligera brisa, contrario a lo que pensaba, la gente corrió a ocultarse de ella, como si se tratara de granizo propio de la Capital; la familia no fue la excepción, los acompañé a la casa, tomé el abrigo y el sombrero (diferente a los que se observan en la plaza) y salí a reconocer el pueblo viejo. Las calles, aunque la lluvia no es como la que acostumbramos en la Capital, con truenos y una brisa inclinada, se llenaron casi inmediatamente de barro líquido, llevándose toda criatura o elemento minúsculo que a su paso se opusiera, las calles parecían pequeños ríos. Mis zapatos, mis calcetines, casi todos mis pantalones estaban mojados, con esa coloración rojiza que caracteriza al verano.

Caminé entre calles, buscando la dirección que no existía textualmente, buscando la locación que entre sueños recordaba; continuaba caminando, entre el olor a tequila, guasanas, tabaco, arcilla y almas surcadas. Era azul, creo, con azulejos por fuera, en la banqueta; sin protecciones en las ventanas; la puerta siempre abierta. Con estas referencias, no llegaría a ningún lado (creía); los colores de las casas casi habían cambiado en su totalidad, si no completamente, los verdes ya lucían como un amarillo línea 3 o los rojos ya parecían rosas pálidos; no recuerdo el tipo de azulejo y creo eso es importante ya que casi el cien por ciento de las casas tienen una banqueta forrada en azulejos; llovía, no había razón para mantener la puerta abierta, las moscas entrarían o simplemente el agua arrasaría con cuanta cosa encontrara ahí dentro.

Estaba perdido. No sabía en qué punto de la ciudad me encontraba, el sol era una mancha homogénea en el cielo, coloreando de un amarillo pálido toda la densa capa de nubes.


No dejé de caminar hasta que me topé con un declive, de concreto, parecido a una rampa de las que hay en cada esquina del pueblo y de la Capital; este declive estaba justo al frente de un salón: muy grande, con ventanas rectangulares con los bordes pintadas de café, las paredes verdes ya descuidadas donde en algunos lugares se observaban inscripciones haciendo alusión a diferentes temas que en el momento, no reconocí. Me llamó la atención el salón y toqué el portón... Nadie atendió, pero noté que sólo estaba emparejado. Entré.

El interior estaba oscuro, no era muy tarde pero por la lluvia todo se había tornado como si fuera observado como una escala de grises. Busqué el interruptor: lado derecho, escaleras; lado izquierdo, cajas y cajas, y el interruptor. Sólo se encendió lo que debió corresponder a la barra. Botellas todavía con algo de líquido dentro aparecen mientras más atención pones, incluso vasos en el piso y unos cuantos de vidrio sobre la barra. Giras a la izquierda y encuentras los baños, todavía sucios con ese aroma tan característico a convivencia con alcohol. No terminas de darte cuenta que estás solo cuando un sonido capta tu atención. Intermitente, hueco.

Sales del baño, asustado, probablemente, con ganas de averiguar qué fue ese peculiar sonido. Caminas a casi a ciegas, te encuentras con dos columnas que sin duda adornaron este lugar en tiempos ya pasados, sigues, tocando el muro con tu mano izquierda. Tropiezas, son vasos. Continúas hasta que tu mano deja de establecer contacto con el muro. La bajas, tus pies aún sienten algo. El escenario, tarima o el templete; algo en alto. No dudas en subir, tocas de nuevo el muro del que fuiste dueño hace unos segundos. Encuentras un interruptor; lo enciendes. Inmutado, te sientas a la orilla del templete, miras hacia arriba, lo ves, todo el salón rodeado de arcos que adornados por las columnas sostienen el segundo piso, hoy, ahora, oscuro.


Me tomo el cabello, dejando a un lado el sombrero, miro mis manos, mis pies, mi rostro. Cuánto ha cambiado. No me quiero poner de pie, el sonido que hace poco te perturbó, ahora ya sabes qué es.
Cumplió quince años, era su fiesta, la más esperada por los adultos y por nosotros. La misa fue en la iglesia de la plaza y la fiesta en el salón más grande que se podía rentar en ese entonces; el vestido más bello y más sencillo para la jovencita más bella y más sencilla. Todos los detalles del salón, desde las cortinas y los manteles hasta las servilletas y listones, eran de color verde, como sus ojos: perfectos, profundos, hermosos, honestos. Yo portaba un traje que fue de mi abuelo, era viejo, algo descolorido, me quedaba largo de las piernas y corto del tiro, el saco tenía un agujero en un codo y el forro estaba casi deshecho; pero eso sí, tenía unos detalles en verde, y para mí, era perfecto.

Llegué tarde esa noche, la misa había sido desde temprano pero mis padres me habían prohibido asistir tanto a la misa como a la fiesta; me las arreglé y mi mamá me me dejó ir un rato en la noche, ya que mi padre se había dormido. Estaba comenzando a chispear, así que tuve que correr desde la casa al salón. Cuando llegué a éste, la fiesta ya llevaba mucho de empezada, incluso ya había gente afuera discutiendo sobre el viejo y el actual gobierno, sin importar que lloviera. Entré, nadie notó mi presencia, pasé inadvertido entre los invitados, y los colados, buscaba a ella, buscaba sus ojos, que me mirara con este traje que tanto trabajo me había costado conseguirlo e intentar arreglarlo sin que se dieran cuenta; que lo mirara, que notara: que sus ojos y los detalles eran del mismo color, que eran lo mismo, que supiera que sabía el color de sus ojos, que sabía qué pensaba y qué quería; que la quería.

El vals ya había pasado, le prometiste que ahí estarías: le mentiste. Caminas, entre la gente, buscas. Sus padres te ven, sonríes y saludas, te ignoran. No importa, continúas. No está abajo con los mayores, tienes la certeza que está arriba. Impaciente subes las escaleras, casi derribando a una señora que bajaba por ellas, todavía hay más mesas arriba, con gente más joven; caminas entre ellas, mirando cada rostro que se atravesara, recordando cada semblante por el resto de tu vida, encontrando al amor de tu vida... No está, recorriste todo ese piso y no la hallaste, miras hacia abajo: desesperado, desconcertado, ansioso, abatido. Intentas encontrar una señal, un ruido, unos ojos fulminantes. Miras arriba, te preguntas qué haces ahí, no deberías estar aquí, con toda esta gente, llena de prejuicios y de pensamientos ajenos a mi mente; en este lugar lleno de luces y música que hasta la fecha desprecias; de este calor que te produce la corbata mal amarrada; de esta ceguera que te produce la incapacidad de encontrarla, de esta costumbre de acuñar cualquier sentimiento leído en alguna novela, la banal costumbre de creer en los sueños vividos. Sin más qué hacer, te vas.

Caminas; ya no importa la lluvia, ya no importa el traje ni los detalles. No comprendes qué fue lo que ocurrió, dónde estaba, por qué no fue perfecto. Abres los ojos, sigues en el salón. El ruido que te asustó hace tiempo, ya cesó: la lluvia había parado y por tanto las goteras también. Tomas el sombrero, abotonas el abrigo, apagas la luz que ya para poco sirve, bajas de la tarima, tocas por última vez esa columna, apagas la luz de lo que fue la barra y sales. El sol ya se está ocultando, deben de estar preocupados en casa, seguro piensan que estoy en la cantina. No es mala idea. Dos calles, tres a la derecha: "El Especial". 

Entré, las fotos de los caudillos de la Revolución y unas otras de los cristeros aún colgaban de las paredes. Espejo enfrente de la barra, las mismas botellas baratas a medio llenar y la foto del familiar justo a un lado de la caja para cobrar. El mismo Toño que le servía tragos a papá, es increíble. Tequila, no hay más; en un día como hoy, lo emergente se perderá con el click de los hielos. 

Saludo, amable, pido y me siento. Espero, mirándome al espejo, que vuelva la imagen del joven niño que aún si quisiera no alcanzaría la barra con ese viejo traje con detalles verdes; espero que reaparezcan todos los semblantes de los invitados, que me indiquen con la mirada dónde está. 
Continuabas por la calle, intentando hallar donde tu padre se embriagaba, donde todo dolor y preocupación desaparecía. Dos calles, una, dos... Un grito, un sollozo, como el de la lluvia al iniciar, te hace voltear. Esos ojos... era ella. Ambos corrimos, nos encontramos entre el río de lamentos que arrastraba la lluvia en esa calle. Nos abrazamos, le dije lo ridículo que yo lucía y lo que significaba, ella reía y lloraba con la lluvia. Tomó mi mano y nos dirigimos adonde no recuerdo cómo llegar. Saltamos la reja, ésta rompió su vestido, entramos por la puerta de atrás, la cual siempre estaba abierta: reímos por última vez. El tequila ya estaba en la barra. La luna iluminaba el interior de la casa, la llenaba de una tensión especial, de una magia sin igual. Toño pedía los treinta pesos, sacas la cartera y sin titubear pagas otro. Llegas a la sala, se besan, por primera vez, como en tus sueños, le acaricias las mejillas, ves sus ojos sin siquiera verla a ella, miras por la ventana, a la luna, y la ve completa: llena de lluvia, llena de estela, llena de ella. Bebes. Besas su cuello, no puedes soltarlo, es tan suave y fino; tan dulce y cálido; tan tuyo y suyo. Cierras los ojos: saboreas. Tocas su cintura, tan delgada y delicada. Rosas tus labios con sus labios, quieres tenerlos todo el tiempo fusionados. Tragas. Se recuestan sobre el sillón, no se escucha otra cosa más que sus respiraciones, no hay otro sentimiento más que el latir de sus corazones: a la par. Abres los ojos, cada quien con su vaso, son su rostro, con su latir y con su historia. Sus almas se fusionan, sus ombligos se encuentran, el ombligo de la luna, su piel es fría, la amas. Tomas el pequeño vaso, el caballito, miras el fondo, no termina: lo sé. El acto es eterno, así lo saben, es tan sincero y natural. Bebes con los ojos abiertos, miras a la ventana, al techo. Abrazados, eternamente, confías en que nunca acabe, en que ustedes y la luna sean los únicos testigos, por siempre: fieles. No puedes evitarlo, las lágrimas comienzan a brotar, caen directo al vaso, sin dudarlo. Consolidado al fin, su lazo infinito, jamás se rompió, su pacto especial jamás se quebrantó. 

Sales de la cantina, aún con los ojos húmedos por tanta lluvia. La luna sigue tus pasos, tu sombra es tu reflejo desde hace mucho tiempo; no sabes qué dirás, no sabes cómo lo harás. Llegas a casa, todos sentados en la sala, los niños ya con su ropa para dormir, todos cenan. Conchas con leche, los imitas, finges que todo está bien: que la luna y tú, esta noche no se vieron. Decides posponerlo.

Por la mañana salen todos, apenas el sol emerge de por atrás de las últimas montañas. Tú conduces, la familia callada en la parte de atrás aguarda a que suceda. Llegan, te estacionas, apagas el auto, abres los seguros, bajas con cierta desconfianza. Caminas. Caminas entre la tierra roja, hasta llegar al césped, hasta el último pasillo, les dices que los amas: a todos, incluida ella; mientras el viento comienza a acariciar cada rincón del camposanto. 

Jesús María, Jalisco, México

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